A tí, por siempre.
Fuiste el hombre de mi vida. Mi maestro , un padre, un ejemplo de lucha, de sensibilidad.
Los recuerdos que tengo contigo eran tuyos, míos y de la enfermedad que te los robó. Ahora solo míos son.
¿me reconocías?
La última vez, como tú habías hecho con aquel bebé hacía 25 años tantas veces, me recosté a tu lado en la cama, ahí donde también desayunábamos y veíamos juntos los dibujos animados los fines de semana, resguardando tu mano en la mía, y aproximando la boca de esta, tu niña, a tu orejita delicada te canté aquello de ea, ea, ea, pan de la aldea… Al verte calmado y medio traspuesto, te di el besito de buenas noches, y como sólo yo, la oscuridad y, ahora la eternidad, recordaremos: me respondiste ¡tú, poseído por la enfermedad del olvido a quien las palabras ya no hacían ya el favor de la comunicación!, ¡tú! me respondiste: “Te quiero mucho”.
¿me recordabas?
¿Sabías que te irías?
Yo no pude de ti despedirme, solo besar la frente de un cuerpo gélido que del que se decía eras tú. Pero tú no eras. Ya no. Saber que el fuego antropófago eliminaría todo rastro físico tuyo a mí cercano, me hizo explotar por enésima vez en lágrimas. Al menos un poco de esa agua llena de mi amor hacía ti permaneció en tu frente. ¿podría toda aquella apagar las llamas que ahora calcinarían tu cuerpo?
Aquella misma tarde me encerré en tu despacho. Tu mundo. Y me decidí a encontrarte en los restos de escritos, cartas, fotos y libros tuyos. Los expropié con el fin de que tu icono y tu trazo pudiesen ayudarme a cicatrizar.
Te fuiste dejándome lo mejor, una vida a tu lado y miles de recuerdos que hoy guardo y comparto con mi soledad.